viernes, 18 de marzo de 2011

Final feliz

Pues ya está. Por fin los buenos han (hemos) actuado en consecuencia a nuestra moral bienpensante y han (hemos) salido en ayuda de los inocentes civiles a los que Gadafi ha estado masacrando inmisericorde durante semanas.

Ya era hora.

Y una vez dicho esto, voy a contaros un cuento que no tiene absolutamente nada que ver.

Érase una vez un país muy muy lejano, dominado por un señor que se erigió en salvador de la patria hace decenios y cuya megalomanía y excentricidad hacía que a todo el mundo le pareciera de lo más pintoresco y encantador. Este gran líder se llamaba a sí mismo Zaim, que en lengua vernácula significa gurú, y rey de los reyes de su continente.

Zaim, tras unas primeras décadas en las que se labró la desconfianza del mundo con alguna que otra matanza indiscriminada de sus opositores, contó con el beneplácito de todos los países desarrollados cuando se erigió en el bastión irreductible que serviría de contención contra la marea religiosa que inundaba el continente, proclamándose como garante de las libertades democráticas que tanto gustaban a los mandamases del planeta.

Estos prohombres, si bien sabían que de democrático Zaim tenía bien poco, lo toleraban, displicentes, con sus sardónicas sonrisas, pues sabían que ese engendro vestido con túnicas como el mejor de nuestros abducidos patrios y rodeado de un ejército de amazonas vírgenes era, al fin y al cabo, muy útil a sus intereses.

Pero, de repente, en las lejanas tierras vecinas a Zaim comenzaron a levantarse los campesinos, y rugientes hordas de populacho armado con piedras y palos se fueron aproximando, lentos pero convencidos, hacia los palacios de marfil en los que vivían los tiranos opresores que durante siglos habían aplastado la voluntad de progresar del pueblo llano.

Uno tras uno, fueron cayendo.

Zaim recibía a los emisarios que traían noticias de los reinados vecinos con una sonrisa. Él sabía que su pueblo no se moría de hambre, y que mientras tuvieran un plato de gachas en la mesa, no se levantarían en su contra por mucho que él se hiciera más y más rico y ellos más y más pobres.

Además, contaba con dos cosas con las que no contaban sus recién derrocados vecinos. Su pueblo, que jamás había tenido acceso a las armas de fuego, no tenía nada que hacer contra sus huestes, armadas hasta los dientes. Y lo más importante, disfrutaba del favor de Occidente. Se sabía útil para ellos, y sabía que, de haber algún problema, los hermanos occidentales acudirían en su ayuda.

Su sonrisa confiada se desmoronó y en su cara ajada se dibujó una mueca descarnada de la mayor de las sorpresas cuando uno de sus emisarios acudió a él para decirle que el pueblo se había levantado en su contra y que estaba armado. Armas de fuego de las que ni siquiera disponía el ejército de Zaim, y en cantidades industriales.

Zaim mantuvo la compostura e hizo frente a los rebeldes, sabiendo que, si las cosas se ponían realmente mal, siempre podría contar con el apoyo de los potentados occidentales. Él se sabía en posesión de la verdad y la legitimidad, y su paranoia había sido reforzada durante décadas por las palmaditas en la espalda que había recibido de parte de los Reyes de Occidente.

Mantuvo la frente alta, y plantó batalla a las ratas subversivas que osaban a hacerle frente, no sin un mohín de sorpresa en su acorchado rostro al comprobar la potencia militar que habían adquirido, no se sabe bien de dónde.

El pobre Zaim murió ahorcado. Nunca supo muy bien qué había pasado para que se torciera la situación, hasta que, en un momento de lucidez, justo antes de morir, entendió. Murió, y en sus ojos se reflejaba la sorpresa y la amargura de haber entendido. Había sido traicionado por sus amigos del Oeste.

Sí. Los Reyes de Occidente se habían reunido en sanedrín cuando las revueltas asolaban los países vecinos de Zaim. Sorprendidos ante la magnitud de las ansias democráticas del subdesarrollado pueblo de la zona, decidieron aprovechar la situación.

Hacía ya tiempo que Zaim había dejado de caerles simpático, pero habían tenido que mantener las apariencias porque de sus tierras salían comerciantes que traían especias y piedras preciosas que resultaban indispensables para mantener el status quo.

Pero hacía tiempo que Zaim se había dejado llevar por su megalomanía y había dejado de guardar las medidas básicas de discreción que le habían exigido con tal de dejarle permanecer en su trono.

Así que aprovecharon las revueltas para enviar cientos, miles de armas al país de Zaim. Armaron a los campesinos y destinaron a sus más astutos estrategas a la zona para ayudarlos en la revuelta. El mundo creería que no era más que otra de las democráticas y honorables revoluciones que asolaban la zona, y cuando el mundo estuviera convencido, ellos saldrían a la luz, y acudirían, a lomos de sus albos corceles, para restituir la paz, derrocar al tirano, y establecer - imponer, dirían los más escépticos - una democracia que ofreciera prosperidad al oprimido pueblo.

Zaim había sido ejecutado, y en su trono se sentaba ahora un nuevo garante de los valores de la democracia occidental. Hasta que dejara de ser útil, contaría con el apoyo, la simpatía y las palmaditas en la espalda de todo Occidente.

Fin.

jueves, 17 de marzo de 2011

Hablemos de pollas

Hoy me he encontrado con este documento, en el que se realiza una comparativa visual por países de la media del pene de sus ciudadanos.

Las pollas, la Ley de Godwin ibérica, ejercen un influjo gravitacional en toda conversación sólo comparable a Belén Esteban. Todo tiende a la polla, y, por tanto, me voy a permitir extrapolar la situación geoestratégica actual en base a la dotación cimbrélica de los ciudadanos de éste, nuestro planeta. Fuck you, Samuel Huntington.

  • Los aviesos terroristas del Eje del Mal, en el que, por convención, se incluyen Irak, Irán, Corea del Norte, Libia, Siria y Cuba, gozan de un cíclope del amor varias tallas superior a la media de Estados Unidos. Evidentemente, no se trata del petróleo, ni de restablecer democracias que limpien esos territorios de vetustos y anquilosados regímenes opresores.
    Hablamos de envidia, de la insoportable sensación de que bajo esas túnicas ajadas y polvorientas y esos pantalones habaneros, badajean las auténticas armas de destrucción masiva, esas que podrían hacer tambalear la sociedad occidental cuando los infieles fecundaran a nuestras mujeres, que, incapaces de hacer frente a tamaña tentación (valga la redundancia), caerían en sus redes y sus camastros.
    Bien es cierto que no hay datos sobre Corea del Norte, pero ni falta que hacen. Su líder es un señor feo, bajito y con gafas. Si un tío con esas pintas es capaz de movilizar a millones de soldados para que desfilen ante su estrábica mirada, es que, copón, tiene unos huevos de padre y muy señor mío.
  • Los países que más inmigrantes aportan a nuestra querida piel de toro son, por este orden: Marruecos, Ecuador, Rumanía y Colombia. Supongo que ya habrá adivinado, querido lector, que todos ellos gozan de un potencial amatorio superior a la media ibérica.
    ¿Miedo a que los inmigrantes nos quiten el trabajo? No, a menos que seas Nacho Vidal.
    Miedo a que los inmigrantes nos dejen en ridículo. Eso es lo que tenemos.
    Seguro que algún avezado lector tocapelotas se apresura en decir: "No, que yo soy muy listo y he visto que los rumanos tienen una media inferior a nosotros, mimimimimimimi". Eres un listo, sí. Ve tú a preguntarle a una horda de rumanos cuánto les mide, valiente. ¿O acaso crees que José Luis Moreno recibió tamaña paliza porque querían robar en su casa? NO. Les preguntó por su dotación carajística, pensando que todos los europeos del este eran tan bisoños como Martin Czehmester.
  • Nuestros vecinos portugueses ni siquiera se atreven a contestar a la pregunta, por miedo a ahondar aún más en su complejo de inferioridad sobre el macho ibérico. El mismo complejo de inferioridad que los españoles sentimos hacia los franceses, un país donde sus ciudadanos deben poseer importantes estiletes de la pasión, y no hay más que ver a su Presidente y a la Primera Dama. No hay otra explicación posible, ni erótica del poder, ni ostias.
  • No deja de ser sorprendente la acumulación de superdotados en el arte del fornicio en centro y sudamérica. Colombia, Venezuela, Ecuador y Bolivia nos dan sopas con ondas. Ahí donde los ves, los pequeños y menospreciados indios son la envidia de la estirpe aria. ¿Por qué? Preguntaréis. La respuesta, no por esperada, es menos clarificadora: la cocaína provoca que crezca el falo. Eso es un hecho.
    Nuevamente, el imperialismo yanqui oculta bajo su manto de hipocresía puritana en forma de guerras contra el narcotráfico lo que no es más que simple y atroz envidia.
    Hay que comprenderles, animalicos. ¿Qué puede pensar un ciudadano con un pene pequeño cuando se ve rodeado de potencias fálicas de la talla de Canadá y Méjico?
    Y esto nos lleva al siguiente punto.
  • "La democracia ha roto la penúltima barrera", decían unos; "Es el paso definitivo en la carrera que emprendió Rosa Parks ", otros; "Esto demuestra que el mundo puede ser un lugar mejor", los más optimistas.
    Estados Unidos había elegido a un presidente negro. O casi negro, vaya.
    ¿Prueba de madurez democrática?¿Las diferencias sociales habían pasado a mejor vida?
    No. Querían un presidente negro para que, al menos, el primero de sus representantes pudiera plantar batalla. Que el mundo no nos vea como a un país de pichacortas, diantres. Barack, demuéstrales de qué pasta estamos hechos.
En definitiva. Que el tamaño no importa, puede ser, pero que si todos tuviéramos la polla igual de grande habría menos conflictos en este mundo, como que hay Dios.

P.D: Quisiera agradecer a un gran artista su inspiración. Gracias, Leonardo.

sábado, 12 de marzo de 2011

Morbo y decepción

PongáMonos Serios. Lo confieso, desde que concebí este blog, no hacía más que buscar la excusa para poder utilizar este juego de palabras.

Ayer, cuando bajé a desayunar al bar, vi en la tele que un terremoto había sacudido Japón. Nada menos que 8,9 grados en la Escala de Richter, una escala que no es proporcional sino logarítmica, lo que implica que un terremoto de 8,9 grados es aproximadamente 40 veces más fuerte que uno de grado 8. Monstruoso, pavoroso, a todas luces. La parroquia del bar asistía impávida a las noticias, con los ojos pegados en el televisor y la mano pegada al carajillo. Casi ansiosos.

Fue entonces cuando la bella presentadora dio la cifra de muertos estimada: cerca de 40. No me sorprendió que, como un resorte, todos los parroquianos volvieran a fijar sus ojos vidriosos en el fondo de la copa de balón (que es un barrio humilde, sí, pero un carajillo se toma en copa de balón, como que hay Dios).

40 muertos. Vaya mierda.

Ahora es cuando, querido lector, me va a permitir que lo incluya en mi generalización, tanto por comodidad a la hora de la redacción, como por huir de la idea de que soy el único que piensa así, lo que me convertiría en un monstruo que no me siento capaz de ser.

Recientemente se cumplió el aniversario de la masacre del 11-M, y cuando los telediarios, machacones, repasan el número de víctimas, las 191 víctimas que se produjeron parecen pocas con la distancia del tiempo. "Qué mierda de país - pensará algún desalmado, por supuesto nunca yo - cuando en el mayor atentado de nuestra historia no han muerto más personas de las que mueren en cualquier Operación Salida en las carreteras. Los americanos sí que son un país de la ostia, que en las Torres Gemelas murieron 2.973 personas. Esos sí que saben tener atentados, joder."

Creo que únicamente fue con el Tsunami de 2004 cuando nuestras conciencias realmente se removieron con la cifra de 200000 muertos, aunque aún me cabe la duda de si tuvo algo que ver el que se produjera en época navideña y que su impacto en la sociedad occidental fuera mayor tan sólo por las obscenas y vergonzantes cenas pantagruélicas que todos nos metimos entre pecho y espalda mientras aún seguían sacando cadáveres de entre el lodo. Tal vez si les hubiera dado por morirse en octubre, no nos hubiera afectado tanto.

Algo parecido sucedió con el terremoto de Bam, donde murieron aproximadamente 46000 personas, también en Navidad. Quién les manda.

No me critique la falta de sensibilidad, querido lector. Siento un sincero pesar por cada persona que muere, y más si lo hace en condiciones tan violentas. Lo juro. Pero tengo la sensación de que es en situaciones como estas cuando la condición morbosa de la naturaleza del ser humano sale a relucir, resplandeciente y acojonadora.

Discúlpeme la pedancia cuando saque a relucir el mito de Eros y Tánatos, la intemporal relación entre placer y muerte. El morbo, stricto sensu, es el interés malsano o la atracción hacia cosas desagradables (así que, querida amiga, dude del próximo galán que le alabe su morbosidad). El vértigo, puramente, no es más que el miedo que el hombre siente cuando se da cuenta de que quiere saltar al vacío, cuando una chispa de lucidez primigenia enreda en sus sinapsis y le dice: "Salta. Muere".

Al ser humano le atrae la muerte de una manera enfermiza y demasiado potente como para que las convenciones sociales consigan cohibirlo más allá de sus declaraciones públicas. No entienda con esto, querido lector, que todos seamos suicidas ni asesinos en potencia, pero la próxima vez que sienta vértigo, sienta miedo al saber que lo único que desea es saltar.

Hoy, me he levantado y al leer las noticias, he comprobado, casi aliviado, que el número de víctimas se ha multiplicado por diez y ya superan los 400. Pero nunca nos parecen demasiados muertos. Siempre son pocos.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Orgullo

Hay veces que te crees mejor que los demás. Pero es que hay veces que te sabes mejor que los demás, o al menos, que los demás con los que te estás comparando en ese momento.

Hay veces que sientes que tienes razón, y hay veces que sabes que la tienes, tanto que incluso te permites mirar con displicencia y compasión al pobre mendrugo que osa seguir en sus trece llevándote la contraria. A ti. Nada menos que a ti.

Las más de las veces eres el más guapo, el más listo, y el que mejor folla de todos cuando te rodean.

Pero hay ocasiones, muy contadas ocasiones, en las que no es así. Tal vez se hayan alineado los planetas, tal vez la Luna ejerza una fuerza gravitacional nunca vista y provoque mareas en el agua de tu organismo, o tal vez resulta que ese día te has levantado menos molón que de costumbre.

El caso es que hay veces que ni eres el más guapo, ni el más listo, ni eres mejor que los demás, ni tienes razón. Pero admitirlo sería de cobardes. Tony Soprano jamás lo admitiría, ni siquiera delante de su neumática psicoterapeuta, y si alguien osara a insinuarlo, tal vez consiguiera una participación en el rito de la rótula rota (sí, molas tanto que aliteras).

Así que mantienes la pose, como un Titán, sabiéndote sin ninguna autoridad moral y confiando en que el tiempo y su resaca, ya que no pueden darte la razón, al menos hagan olvidar. Hay una pequeña chispa  que te dice que deberías recular, que no es indispensable ser perfecto, que hay veces que admitir un error te hace mejor. Supones que es lo que llaman conciencia, o humanidad. Pero tú no quieres ser humano, tú quieres ser mejor que eso. Eres mejor que eso.

Y sigues adelante con tu vida, sabiendo que la has cagado, pero confiando en que tu proverbial capacidad para meterte en charcos con tu traje de indiferencia waterproof vuelva a hacer que las gotas de culpa te resbalen one more time.

Y esa noche, cuando te acuestas, no puedes dejar de hacer recuento de gotelé en la pared del techo de tu dormitorio, pero lo achacas a una cena pesada. La mala conciencia no existe para ti, porque eso sería admitir que tienes conciencia.

You don't like yourself. But you do admire yourself. It's all you've got so you cling to it. You're so afraid if you change, you'll lose what makes you special. 

Dr. James Wilson


Post editado ante el aluvión de insinuaciones sobre si suponía una autocrítica. Jamás.

domingo, 6 de marzo de 2011

El tiempo, esa puta

Hace poco terminé de leer 'Matadero Cinco', recomendación de un amigo que utiliza las librerías para ir a ligar y, por tanto, autor de buenas recomendaciones siempre.


La historia del tal Billy Pilgrim remite inevitablemente a ese gran ídolo mainstream llamado Desmond Hume y su capacidad para viajar por el tiempo, pero Vonnegut, autor por descubrir, desarrolla una psicología mucho más profunda que la de su posterior copycat, y nos regala a Billy, un tipo estoico, que asume que es un puto bicho raro que vivió la Segunda Guerra Mundial, que viaja en el tiempo, que ha sido abducido y que está casado con una gorda a la que desprecia.


Su heroísmo salvaje se resume en dos pensamientos que recorren la novela. El primero, el fatalista corolario que termina cada frase en la que se habla de la muerte de alguien: Así fue.


El segundo, una frase de un tal Reinhold Niebhur, utópico socialista primero, feroz militarista intervencionista después: 


Señor, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las cosas que puedo y sabiduría para poder diferenciarlas.

Hay que tener muchos huevos para ser Billy Pilgrim y asumir que la vida es como es, y que de poco sirve cabrearse, porque los momentos están estructurados como están, y así tienen que ser. Ya llegarán momentos mejores en el futuro, o ya reviviremos mejores momentos pasados, porque no existe el presente.

Hay que tenerlos cuadrados para mandar a tomar por culo el Carpe Diem y el Tempus Fugit porque el Tempus no se Fugit a ningún lado.

Habrá quien lo llame fatalismo y resignación, a mí me parece que si me despertara sabiendo que mi vida ya está vivida y que la reviviré miles de veces, con cada uno de sus momentos ya vividos como se supone que deben serlo, viviría mucho más feliz, aunque sólo fuera porque, qué cojones, sería la prueba de que existe Dios. Y que exista Dios me convertiría en un tipo mucho menos fatalista y resignado, porque, qué cojones, sería un ente trascendente.

Hoy, cuando me he despertado, he tenido un Déjà Vu, y he pensado que tal vez es que acabara de despertar de un viaje en el tiempo. Pero no, luego he caído en que no era más que otro domingo de resaca más.

martes, 1 de marzo de 2011

Eternal toothbrush of the spotless mind

Leyó el folleto de instrucciones detenidamente, como siempre hacía.

Contador de tiempo integrado: Un contador de 2 minutos, que apagará el cepillo durante un segundo, le recuerda que el tiempo recomendado para la limpieza de dos minutos ha expirado.

Se ajustó las gafas al puente de su protuberante nariz mientras pensaba que ya era hora de comprarse unas nuevas. Quizás el sábado por la mañana, después de recoger los periódicos, acudiría a la óptica del famoso francés que animaba a todo el mundo a usar sus lentes con la más brillante de sus sonrisas. Aunque le provocaba desconfianza que fuera él, precisamente, el único que no llevara gafas en sus spots televisivos.

Aplicar una pequeña porción de pasta de dientes en el cabezal del cepillo.

Siempre había odiado las indeterminaciones. ¿Qué era una pequeña porción? ¿Un gramo, dos? Le recordaba a los restaurantes, cuando, al pedir un bistec, el camarero le preguntaba: "¿El caballero lo quiere hecho o al punto?". ¿Qué diantres quiere decir eso? Lo quería hecho, claro. Y al punto, evidentemente.

Se aventuró a colocar lo que sería una pequeña porción de pasta de dientes si es que hubiera una norma ISO que determinara lo que eso significa.

Pulsar el botón de encendido y cepillar la dentadura con normalidad.

Se avergonzaba de su gremio de escritores de folletos de instrucciones cuando se topaba con esas vaguedades. Con normalidad - pensó -, así que no puedo cepillarme los dientes boca abajo. Una risa de hurón silbó entre sus dientes, divertido ante su propia ocurrencia.

Procedió al cepillado, escrupuloso, de cada intersticio de su boca, esperando paciente la vibración que señalizara que había cumplido con su tarea eficientemente. Nunca había llevado reloj, se fiaba más de su capacidad innata de medir el tiempo. Era un reloj humano, y estaba orgulloso de ello. Y también estaba orgulloso de su capacidad para efectuar varias tareas a la vez, así que mientras se cepillaba los dientes, le dio tiempo a envolver el emparedado de atún que se llevaría a la oficina.

Como aún no sentía la vibración, pensó que era un buen momento para recoger la colada del tendedero. Luego la planchó, pensando que resultaba ciertamente incómodo realizar un planchado eficiente mientras con una mano sujetaba su cepillo de dientes.

Vio por la ventana del cuarto de baño cómo el Sol empezaba a calentar su casa, vio cómo llegaba al cénit y cómo se ocultaba de su vista de nuevo. Había quedado una noche preciosa, la Luna llena iluminaba su pálida cara a través de la ventana. Cuando acabe de cepillarme los dientes - pensó - tal vez salga a ver las estrellas un rato.

Le pareció sentir cómo su cepillo eléctrico empezaba a bajar la intensidad de su rotación multi-eje. Se enfureció cuando vio que en el folleto de instrucciones no decía nada de una progresiva disminución de la velocidad cuando llegara el momento de la vibración que marcaba los dos minutos. De repente, el cepillo dejó de moverse.

Indignado, cogió dos pilas nuevas de su cajón de pilas nuevas, las introdujo en el cepillo, y prosiguió con la tarea del cepillado, esperando paciente la vibración.

Mañana lo tiro y compro otro - se decía a sí mismo mientras observaba en el espejo del baño cómo un pequeño hilito de sangre se derramaba por la comisura de su boca -.

Cuando la policía llegó, alertada por las llamadas de los vecinos asqueados por el olor a carne pútrida, notaron cómo en medio del hedor, había un inconfundible aroma mentolado.