Así que me fui, con el corazón en un puño, intentando evitar la mirada temblorosa de mi gata, que me pedía con sus grandes y ambarinos ojos que la asesinara para que dejara de sufrir. Que se joda, por haberme despertado a las 7 de la mañana mordiéndome la nariz.
¿Y qué se puede hacer un viernes a las 4 de la tarde? Ver obras, pero de eso es de lo que estaba huyendo. Así que la opción que me quedaba era andar. Andar. Como si tuviera algún sitio adonde ir.
Me encaminé hacia la cercana Casa de Campo, con la intención de encontrar un trocito de césped al sol donde ponerme a leer y a esperar a que pasara una chica bohemia que gustara de andar, y que pensara: "Mira qué chico más bohemio, se viene a leer a la Casa de Campo, quizás le eche un polvo para celebrar juntos nuestra compartida bohemia".
Pero la Casa de Campo no es el Retiro. No hay chicas bohemias que se deslizan el tirante del sujetador con la excusa de que no quieren que el sol les deje marca. Todos sabemos, y ellas las primeras, que lo hacen sólo porque nos pone ver un tirante caído. Si no, irían con sujetadores sin tirantes.
No hay chicas bohemias, decía. Hay señoras mayores que van en parejas con chándales comprados en Carrefour y aprietan el paso cuando ven que voy andando detrás suyo. A los 20 metros, se dan cuenta de que no pueden darme esquinazo - en parte porque me divierto andando más rápido yo también mientras lanzo la más torva de mis miradas - y deciden parar y esperar a que las adelante. Entonces yo también me paro y miro el móvil. Y así hasta que se dan la vuelta y toman la dirección contraria alejándose de mí. Es divertido.
No hay modernos hippijos tocando los timbales. No haré chanza de este subproducto social, porque son una broma en sí mismos. Hay señores mayores sentados en los bancos con un transistor pegado a la oreja, mirando con desprecio a los jovenzuelos con auriculares como yo. Eso es de maricones, piensan.
No hay lagos con barcas donde las parejitas embriagadas pasan la tarde; ella, pensando que en buen momento le dijo a él que sí, que montaran en las barcas; él, cagándose en su puta madre por haberlo propuesto mientras suda la gota gorda dándole al remo.
Hay estanques con patos que miran con altivez a quien se le ocurra tirar una miga de pan al agua, y el Arroyo Meaques, en el que los niños juegan a jugarse la vida salpicándose con agua pútrida.
Y no hay artistas callejeros que pretenden sacarte una sonrisa y unas monedas. Hay putas. Pocas, pero quedan. Yo sólo vi a dos. Una negra saliendo de unos matorrales con un viejo de los de transistor mientras se subía las bragas; y una señora que bien podía haber llevado un chándal de Carrefour, pero que prefería pasar sus tardes de viernes espantando niños en el parking del Zoo.
Me perdí un par de veces, temeroso de que tras cualquier matorral saliera una puta que no hablara castellano y me obligara a darle o prenderle fuego o algo, pero al final subí el cauce del Arroyo Meaques a contracorriente y llegué a mi barrio.
Los obreros habían parado de hacer ruido, y mi gata y yo conseguimos echarnos una más que merecida siesta. Ella había sobrevivido a un temblor de grado 7 en la Escala de Richter. Yo había sobrevivido a la Casa de Campo. Y me había enamorado de ella.