jueves, 23 de junio de 2011

Instrucciones para abrir un melón

Abrir un melón es el último acto de fe de los descreídos.

Cogerlo, darle unos golpes con los nudillos, intentando recordar las palabras de tu abuela sobre cómo debe sonar un melón maduro. Hacerte el entendido delante de las señoras de la frutería que te observan con displicencia y escoger otro, el más lejano del estante, ese que sus artríticos y pellejudos brazos jamás llegarán a alcanzar. Knock, knock. Bien, suena a victoria. Qué, puta vieja, te hubiera gustado coger éste pero estaba demasiado lejos, ¿eh? Métete tu mirada de superioridad por tu reseco y arrugado esfínter anal.

Pagar al frutero moro con una sonrisa de superioridad, sabiéndote ganador. Qué, moro, habías puesto el mejor melón lejos para que las viejas no llegaran y poder quedártelo tú, ¿eh? Te jodes. Esto es el primer mundo, y Darwin estaría orgulloso de mí por colaborar en la eugenesia, ahorrando unas cuantas vitaminas a las decrépitas señoras que te llaman "Mojamé" sabiendo que te llamas Benalí. Deberías estarme agradecido.

Empuñar el cuchillo y mirar tu reflejo en la hoja afilada. Hoy no, susurras a tus muñecas.

Disfrutar del quejido de la piel, dura y verde, rasgarse impotente ante el filo de la hoja. Entrar en un trance de hiperpercepción y ver a cámara súperlenta cómo la sangre del melón sale salpicada en todas las direcciones con cada arremetida de tu cuchillo. Coger el culo recién cortado del melón y olerlo. Dulce. Lamerlo. Dulce.

La victoria es tuya, has escogido el melón perfecto. Recuperar la fe en el mundo.

Hacer un agujero en el extremo de la fruta y follártela. Hoy viene tu novia a comer.


Inspirado por el mítico chiste de "¿Ves, Mari, como cuando quieres puedes?", popularizado por el gran Adolfo.

domingo, 19 de junio de 2011

Tu antes molaba

Cuando descubres que en la taza de café que habías dejado a un lado, olvidada, queda aún un poquito de líquido beige, frío, y asquerosamente dulce, piensas que el día ha empezado bien.

No hay mejor manera de empezar un día que sorprenderte a ti mismo dejándote un sorbo de café cuando pensabas que te lo habías terminado. Piensas que el tío que eras hace diez minutos era un tío cojonudo, porque te ha dejado un regalo inesperado.

El tío que eras antes es un tío guay, que te esconde monedas en los abrigos con una sonrisa traviesa y esperanzada, sólo para poder ver cómo, al invierno siguiente, redescubres al Ratoncito Pérez al encontrar esa moneda. Para el tío que eras antes, no era más que una moneda de dos euros, que le habían dado en el bar al cambiar para tabaco, pero el tío que eras antes es tan cojonudo que prefiere dejarte un regalo para el año que viene, sólo por el placer de verte ilusionado, en vez de gastarse esos dos euros en un placer pasajero y que no disfrutará tu yo del presente.

El tío que eras antes se preocupa por ti, y sólo vive intensamente las cosas bonitas, borrando de un plumazo todos los malos tragos, para que tú sólo tengas buenos recuerdos  y no te preocupes por cambiar lo que ya pasó. Te descubre canciones que te subirán el ánimo cuando estés deprimido, porque sabe que lo estarás, antes o después.

Pero un día te das cuenta de que el tío que eras antes es un jodido hipócrita de mierda.

Todo lo que hace, todo eso que parecían detalles altruistas para dejarte un bonito pasado que inspirara tu futuro, no eran más que actos de egoísmo para conseguir convencerte de que el tío que eras hace diez minutos, o el invierno pasado, era un tío de puta madre comparado contigo. De repente, la verdad, bella y dolorosa como un balonazo en los huevos de Özil, es que el tío que eras antes no es más que un hijo de puta egoísta y vanidoso preocupado por el legado que va a dejar a las futuras generaciones de tús.

Y ese día decides matar a ese hipócrita que no ha hecho más que amargarte la vida obligándote a compararte continuamente con él, mientras te miraba con su sonrisa sardónica y condescendiente, sabiéndote incapaz de estar a su altura. Te bebes el café hasta que sólo queda una costra de azúcar marrón rodeando el fondo de tu taza de Forges. Y diez minutos después, el tío que eras antes no es más que un puto egoísta. Y tú eres mejor que él.

jueves, 16 de junio de 2011

Crianza del 83

No tardó en escoger la botella, era la que había guardado para una ocasión especial. Y qué mejor ocasión que aquélla.

La única copa de cristal buena que había sobrevivido a las mudanzas había perdido su brillo y toda la superficie estaba cubierta de infinitos arañazos, como la espalda de un nazareno que se fustigara con un látigo de arena.

Sujetando la botella y la copa con la misma mano en un alarde de destreza, abrió el grifo de la bañera, girando la manecilla hacia la izquierda hasta el final. 

Entró lentamente, notando cómo el vapor acariciaba las gotas de sudor que perlaban su ajado cuerpo al borde de la treintena. Le gustaba el agua caliente, tumbarse en la bañera y quedarse muy quieto mientras el nivel del agua subía alrededor suyo y sentía cómo el infernal calor le arrugaba la polla.

Cogió la copa, y cuando el líquido empezó a brotar, le sorprendió que fuera tan vivamente rojo. Siempre que lo había visto embotellado, le había parecido más cercano al granate, casi negro, sólo un ribete de color en el borde. Fueron solo unos segundos, pero no pudo evitar deleitarse con la extraña musicalidad que acompasaba el ritmo de los latidos de su corazón y el ritmo con el que brotaba.

Sin darse cuenta, rebosó y el agua se tiñó de rojo vivo.

Su último pensamiento antes de dejarse llevar por el placer fue que la señora de la limpieza se iba a llevar un buen susto. Pero podría disfrutar de la deliciosa botella de vino que había dejado sin abrir al lado de la bañera.